Urtasun cancela a Ignacio Sánchez-Mejías
La poesía española para, templa, manda y carga la suerte en el ruedo literario. En el albero las palabras entran a matar la rutina y cada verso cita a la muerte para que la belleza sobreviva. En ese ruedo imposible, don Ignacio Sánchez-Mejías fue siempre el torero que hacía el paseíllo con un libro en la mano. Un hombre que entendió que la cultura, como el toro, sólo revela su verdad cuando alguien se juega algo de sí mismo.
Cada generación literaria necesita al alguien que abra puertas, que convoque, que financie, que sostenga el capote para que otros respiren. Don Ignacio fue eso para los poetas del 27, el hilo secreto, el pegamento invisible que permitió que todo se uniera. Puso el dinero, la casa, el ánimo y el riesgo. El que citó a los poetas como quien cita a un miura, de frente y sin trampas, confiando en que de aquel encuentro saldría una generación que cambiaría para siempre la cultura española.
Hoy, cien años después, asistimos a esa escena fundacional falseada. El ministro antitaurino Urtasun ha decidido no incluir, como personaje clave en los actos oficiales de celebración de esta inigualable generación, a don Ignacio. Lo ha cancelado. No por lo que fue, sino por lo que representa. Confunde el rito con la biografía, el símbolo con la ideología. Se ignora que la cultura española jamás ha sido un jardín de monocultivos. Siempre florece en la mezcla, en la tensión, en el roce de contrarios. El 27 nació de un torero que hizo posible la reunión y de una Sevilla que estaba a punto de convertirse en poesía. Quitar a don Ignacio de ese cuadro es como borrar la mano que sostiene la lámpara y dejar sólo la luz flotando en el ambiente.
Federico, que sabía mirar mejor que nadie, lo vio con una claridad casi dolorosa. Por eso escribió la elegía más honda del siglo, porque sabía que don Ignacio no era un torero, era un puente entre la arena y la palabra. Entre la vida y la herida.
Sería ingenuo escandalizarse ahora. España es experta en hacer estas cosas. Decapita a sus mecenas, reduce a sus heterodoxos, amputa lo que no entiende. Pero también es experta en algo que desarma todos los vetos, que no es otra cosa que recordar por su cuenta. Y cuando España recuerda, lo hace a lo grande, a lo lorquiano, sin pedir permiso. Y así lo hago yo ahora.
Por eso, aunque lo retiren del programa institucional, don Ignacio no cabrá nunca en un silencio administrativo. Le basta con una silla vacía para volverse protagonista. Bastan cinco versos de la Elegía para que cualquier intento de borrarlo suene infantil.
En el fondo, lo que molesta no es el torero: es que aún siga alumbrando.