No hay mayor honor para el que escribe que la suave caricia del eco de sus palabras vagando y adentrándose en el relato de la vida.
Cuando uno escribe bucea en sus entrañas, desnuda su alma y sale al encuentro del hombre. Ahí encuentra el escritor, que el objeto de su literatura no es otro que el de poder mirar acompañado y dotar de sentido a nuestra pequeñez y vulnerabilidad. Las palabras adquieren entonces vida, y duelen, acarician, elevan o entierran.
El escritor hipoteca su vida en los cimientos pétreos de la novela, la rima de unos versos necesarios o el universo de un elevado ensayo, pero siempre se divierte en la columna: el sexo de la literatura. En ella encuentra la libertad que la tapa dura no concede, hace músculo y explora nuevos territorios. Cada semana puede comprobar la actualidad de su literatura, su alcance real. No necesita la crítica a conciencia, ni el comentario de texto en el aula. Sólo debe asomarse a las aguas que bañan el sexto continente que ha emergido con internet y obtiene las respuestas de los lectores sin filtro.
En la columna uno escribe sin red. Camina por el alambre paso a paso, sin prisa, mirando al frente, encontrando el equilibrio entre las ideas y el estilo. A tientas el lector te reconoce en el primer párrafo y se atreve a acompañarte hasta el punto final.
Escribir es vivir a cámara lenta, atrapar la realidad con las palabras, conseguir que la belleza no descanse , seducir con el sujeto, verbo y predicado, quemar y arder a la vez.