Karim Baudelaire Benzema
El fútbol da demasiadas razones para ser sólo un deporte. Un auténtico laberinto de encuentros y desencuentros que nos conducen a lo vulgar.
Un lodazal de intereses y egoísmos, en el que a veces se obra el milagro de hacerse audible la voz de aquel juego que fue de caballeros que no perseguían otra cosa que la épica de la victoria como metáfora de la vida.
El Bernabéu el pasado miércoles fue espectador de un auténtico auto de fe que hizo humano y vulnerable a un Paris Saint Germain plagado de estrellas. El equipo galo durante cuarenta y cinco minutos se vio reflejado en el espejo de una gloria que no le estaba reservada. El miedo escénico del coliseo blanco agrandó la leyenda de unos jugadores que genéticamente nunca se dan por vencidos, y los franceses cedieron ante el empuje de sus adversarios.
El Real Madrid es la crónica de un imposible. Introduce lo memorable en lo cotidiano, y le concede a un juego la oportunidad de aspirar a la grandeza. La crónica de lo acontecido esta semana es necesariamente una crónica literaria, de poesía y de poetas. Y así debo afirmar que Karim Benzema es la metáfora del fútbol. El silencio con rima . El verso que cabe en noventa minutos. La épica cuando se viste de blanco. Lo sublime sin interrupción. Sus tres goles nacieron de la decantación del esfuerzo y la belleza. A él le basta arrojar metáforas a la prosa del partido, como el que echa una flor al río, para que sus pétalos naveguen en las aguas de lo eterno, y finalmente su equipo obtenga la victoria. Es un poeta maldito como lo fue Baudelaire en la Francia que no los señaló en un inicio como universales. Su fútbol lo convirtió en la noche madrileña en el dandy que sin mirarse al espejo convierte lo épico en bello.