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Arde Málaga

Málaga es un sol navegable. Una ola en el termómetro. El calor sin orilla. Un mar con la garganta seca. La felicidad que cabe en un piso turístico.

El cemento siempre tuvo prisa. Nunca construyó una catedral. Prefirió el techo bajo y la plaza de garaje. Su mayor logro es la vivienda con hipoteca. Con su cara más dura se enfrenta ahora a los políticos, como si ellos mandaran en algo. La actualidad del ladrillo la marca el dinero. Escribían Nuria Triguero y Cristina Vallejo, en este diario en 2023, que la mayoría accionarial del metro de Málaga está en manos de un fondo francés. La terminal de contenedores del Puerto pertenece a un fondo de Abu Dabi. Los ahorros de pensionistas de Arkansas, Sidney o Quebec están invertidos, a través de fondos de pensiones, en hoteles de la Costa del Sol. Los grandes inversores internacionales se configuraron en actores imprescindibles en el nuevo mercado inmobiliario cuando España tenía los bolsillos vacíos. En unos años, pasamos del pasaje del terror de un centro histórico derruido a un bulevar comparable al de cualquier ciudad europea. Las calles pasaron de oler a orina a escuchar las ruedas de las maletas de los turistas. Y ahora nos extrañamos con los problemas de habitabilidad y de movilidad. Una gran ciudad con problemas grandes. Es urgente señalar a los culpables, claman miles de ciudadanos. Sus soflamas recuerdan al tiempo que nunca fue, el de salarios altos, casas baratas y playas sin turistas. Quieren que el alcalde haga ahora un récord olímpico, cuando él por la mañana nada y por la tarde guarda la ropa.

Arde Málaga en estos días de plomo y terral. Sudorosa nos muestra su intimidad de tres ciudades en una. La primera es la que vendió todo lo que pudo para no tener que venderse ella. Extraña en tierra propia, es la ciudad de moda que sale en todos los medios de comunicación, previo pago del fondo de inversión. La segunda es la que abre por las mañanas las calles y sueña con la alegría de un gol en el descuento. La que encuentra sus señas de identidad en la calle: en su Semana Santa sin religión, en su feria sin camiseta y en su playa sin arena. Su vida no tiene nada que ver con lo que ocurre en la Casona, en San Telmo o en la Moncloa. Y la tercera, es la que aspira a un anochecer privado, que tiene que trabajar como la segunda, pasea por la primera y se permite la chulería de criticar a ambas.

 

Y ahora me despido de mi duodécima temporada en Sur con un verso del maestro Alcántara: «no estoy perdido en la ciudad: la quiero».