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Prudencio Eterno Trujillo

Octubre es una mañana sin sol. Un dolor sin espera, unas lágrimas que queman cuando la vida se detiene. El frío que amenaza con congelar mi alma. El silencio que grita en la soledad.

El pasado martes falleció mi padre. Su rostro reclinó sobre su Amado, cesó todo y se dejó, como escribió su querido San Juan de la Cruz. En gracia de Dios, con su humilde rosario en su mano derecha, tuvo la buena muerte  que la Virgen le prometió. Su partida ha sido una metáfora de su vida sencilla.

La realidad le dio demasiados motivos para no sentirse afortunado. Creció en los años difíciles de la posguerra en el seno de una familia muy humilde. Tuvo que abandonar sus estudios demasiado pronto, la muerte de su padre le obligó a ejercer de cabeza de familia cuando era un adolescente. Ejerció de pastor, trabajó en una empresa minera de La Carolina, nunca le dijo no a ningún trabajo. Supo encontrar en mi madre la persona adecuada con la que formar una familia. Vivieron en un pueblo de provincias en el que la vida podía ser demasiado triste para ser real. Dotado de una gran inteligencia, encontró el sentido a su vida: trabajar de forma humilde para darle una oportunidad a sus hijos. En su generosa entrega fue conformando los contornos del gigante que fue junto a mi madre. Sus cuatro hijos pudimos estudiar en la universidad y desarrollar las carreras profesionales con las que él soñó cada día en su discreta mesa de oficina cuando las horas pesaban. No le alcanzó nunca el éxito en lo personal, nosotros fuimos su mayor triunfo. Su entrega tuvo sentido.

Ahora nosotros cuatro lo lloramos como el buen padre que fue, como el hombre al que la eternidad le tenía reservado su lugar. Descansa en paz.